martes, 18 de agosto de 2015

¿Por qué Montaigne?

Tengo bien situada en el tiempo la primera ocasión en que oí hablar de Michel de Montaigne: 8 de junio de 1992. Ese día una amiga me regaló el primer volumen de los Ensayos en la edición de la colección de bolsillo Letras Universales de Ediciones Cátedra.
Quizá me lo regaló adelantándose a mi cumpleaños, que era pocas semanas después. O quizá, y creo que es la opción más probable, por el gusto de darme a conocer algo que a ella le había gustado.

Le pregunté, claro, quién era Montaigne, de quien yo hasta ese momento nunca había oído hablar, y por qué me regalaba precisamente ese libro. No me dio muchas explicaciones. Ella estudiaba en aquellos años Filosofía en la UAM. Y simplemente me contó que hacía poco les habían hablado en clase de él, se acordó de mi en esas clases, y le pareció que podía interesarme.

Hay otra fecha en la que también puedo situar mi otro primer contacto con Montaigne. Ésta es menos precisa, pero anda muy cerca de la primera.

Estudié Física en la Complutense. Durante mis años de universidad, finales de los ochenta y primeros noventa, entre otras muchas cosas, se hablaba por allí de la insumisión a la mili, de la posibilidad de que dejara de existir el Servicio Militar obligatorio, y de la absurda e injusta Prestación Social Sustitutoria que se imponía a quienes querían hacer objeción de conciencia al Ejército.
Hoy, afortunadamente, creo que todo esto es un tema superado. Quiero pensar que a nadie se le ocurriría volver a hacer perder varios meses de su vida a alguien obligándole a recibir formación militar o a llevar a cabo un incierto servicio supuestamente social. Pero en esos años era tema habitual en carteles, asambleas y cafeterías de las facultades.
En alguna de aquellas reuniones alguien debió comentar (me gustaría saber quién para agradecérselo después de todos estos años) que había un escritor francés del siglo XVI que fue el primero que habló de insumisión. Así es como dí con Étienne de La Boétie y con su Discurso sobre la Servidumbre Voluntaria.
[Tengo anotado que lo compré el 4 de noviembre de 1991. Varios meses antes del regalo de los Ensayos. Y está aún el sellito de la Librería Fuentetaja, que hace tiempo que pasó a mejor vida después de una agonía poco decorosa, y el precio: 583 pts.]

La lectura de este librito, no llega a las sesenta páginas, me fascinó.
Me sorprendió todo: por inesperado, por provocador, por encontrarme escrito, ordenado y explicado, tantas cosas que yo quería pensar o creía que pensaba... Me asombró lo moderno, lo vigente, lo actual que es casi todo lo que cuenta. Me impresionó cómo describe el consentimiento de quien está sometido hacia quien le somete. Me provocó su llamada a la desobediencia cuando quien te pide obedecer te está proponiendo algo injusto. Ahora lo vuelvo a leer y lo encuentro lleno de notitas y subrayados de entonces. Creo que, probablemente, si hoy lo leyera por primera vez mis anotaciones serían parecidas.

Al leer el Discurso descubrí que, naturalmente, no usaba explicitamente la palabra insumisión, que tan gastada teníamos aquí, y mucho menos en el sentido en el que la usábamos en esos años. Pero también descubrí que describía a sus gobernantes injustos de la Francia del siglo XVI con retratos que perfectamente podrían ser los de nuestrxs gobernantes rancios y corruptos de los noventa o los de nuestrxs gobernantes, rancios y corruptos también, de ahora mismo. Descubrí que hablaba de desobediencia civil mucho antes de que lo hicieran Gandhi o Luther King. Hablaba de leyes injustas que hay que desobedecer. Hablaba, en fin, de que para que los tiranos no se sostengan sobre sus súbditos basta con que éstos dejen de sostenerles. Y entonces caen por su peso...

Y claro, leyendo el Discurso encontré también la amistad de Étienne con Michel, cómo se conocieron mientras ambos estaban en el Parlamento de Burdeos, cómo intimaron, y cómo murió el primero jovencísimo, hace hoy 452 años, dejando una huella imborrable en el segundo que le acompañaría a lo largo de toda su vida, y que sería una de las guías de su pensamiento, su obra y su actitud ante la vida.

Así, contado en breve, es como conocí a Michel de Montaigne.

Leí esos dos libros, busqué en enciclopedias (aún no existían ni google ni la wikipedia), tal vez curioseé en algún otro libro de historia buscando más información... y ahí quedó de momento. Cuando leí algo más sobre la vida de Montaigne me entusiasmó la idea de retirarse a su torre para dedicarse a leer y a escribir, de tratar de encontrarse en los libros que otros habían escrito antes que él y que ahora pasaban por sus manos.

Y me gustó que no siendo eso suficiente decidiera al cabo de los años de retiro, buscar fuera, viajar, ver mundo: andar mucho y leer mucho, para ver mucho y saber mucho.

Luego pasaron más cosas, que contaré en otro momento: leí los Ensayos completos, supe de los detalles de su viaje, me mudé de Madrid al campo buscándome, he viajado varias veces a Italia, he "roto" a escribir, como un día me dijo mi amiga Vero, abrí el Capítulo VI...

Un montón de cosas aparentemente inconexas, pero que todas juntas, con otras más, y apoyadas sobre la admiración que me produjo en su momento descubrir a Michel de Montaigne, me han puesto en el camino de este proyecto.

domingo, 26 de julio de 2015

El Château

El Castillo de Montaigne, a unos 50 kilómetros de Burdeos, a casi 500 de París, a 1000 de Roma. El inicio del viaje, el punto de partida y de regreso. Como tantas veces, lo que interesa no es el resultado sino el proceso, lo importante no parece ser de dónde sales y a dónde se vas, sino el camino que recorres para llegar finalmente a encontrarte...

jueves, 9 de julio de 2015

¿Qué sé yo?

Cuando Michel de Montaigne se retiró a la torre de su castillo estaba a punto de cumplir los cuarenta años. Su intención, o al menos una de ellas, era vivir en soledad, entre sus libros, recogido en la habitación de la torre que convirtió en biblioteca, desentenderse del ruido de fuera para, en esas condiciones, encontrar la verdad. Él, naturalmente, no hubiera dicho la verdad, así, en español, ni siquiera vérité, en francés, el idioma del lugar en que nació y creció y vivió, sino veritas. Su padre consideró al nacer Michel que había que, ya que estaban viviendo tiempos nuevos, tiempos de cambio, había que probar también formas de educación nuevas, y como consideraba que el idioma que llevaba más fácilmente a la sabiduría era el de los antiguos sabios romanos, hizo que el pequeño aprendiera latín antes que francés.

Durante los años anteriores a su retiro, Montaigne hizo algún viaje, estudió en la universidad, ocupó varios cargos en Burdeos, se responsabilizó de gestionar las propiedades de la familia a la muerte de su padre y vivió, y aún viviría durante muchos años, las guerras de religión que sacudieron el convulso siglo XVI francés. Guerras en las que lo que se cuestionaba no era sólo la naturaleza de Cristo o la interpretación de la Biblia, sino que lo que estaba en juego era el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, una nueva concepción de un mundo nuevo, y la idea de que dejara de ser de Dios del único de quien emana la verdad, o la Verdad, y que fueran los individuos quienes gestionaran la(s) verdad(es).
Representación de la Matanza de San Bartolomé [24.ago.1572] realizada por François Dubois [1529-1589].

Llegado el momento se recluyó en la torre de su castillo, y dentro de la torre en la habitación circular en la que instaló su mesa de trabajo y reunió sus libros. No muchos, mil o dos mil, consciente de que durante una vida humana no da tiempo a leer (bien) muchos más. Juntó los que él mismo había ido coleccionando con los que le dejó su amigo Étienne de La Boétie, a quien la muerte se llevó tan temprano. Hizo tallar en las vigas del techo algunas frases de los clásicos griegos y latinos para que le inspiraran en su búsqueda.

Hacer acopio de libros en la segunda mitad del siglo XVI le permitió ahorrarse muchas cosas que se han escrito en los cuatro siglos siguientes: Montaigne no leyó a Cervantes, ni a Shakespeare, ni a Borges, ni a Marx, ni a Freud, ni a Adichie, ni a Zweig, ni a Cortázar, ni a Faulkner, ni a Kawabata, ni a Proust, ni a Russell, ni a Einstein, ni a Carver, ni a Thoreau, ni a Wollstonecraft, ni a Tanizaki, ni a Beauvoir, ni a Munro... La lista de lo que no leyó Montaigne es, obviamente, interminable. Aunque quizá, muy probablemente, lo que dejó escrito toda esta gente, hombres y mujeres, ya estaba dicho de una forma u otra en los pocos libros que había en la biblioteca de su torre.

Si Montaigne hubiera vivido hoy se hubiera planteado buscar la veritas en nuestro tiempo seguro que hubiera acudido a Google. Hoy ya no vale aquello de salir de tu tonel y andar con un candil buscando por la calle: no valía hace siglos para buscar a alguien honesto y nunca ha valido para buscar nada parecido a la verdad. Si hubiera entrado en Google y hubiera tecleado v-e-r-i-t-a-s, en algo menos de medio segundo el buscador le hubiera devuelto casi cincuenta millones de resultados. Perplejo, supongo, quizá se hubiera quedado con la duda de si realmente eran muchos o pocos, ¿cómo valorarlo?, y de cuáles de ellos le podrían ser útiles. Aunque no es fácil tener criterio usando Google, y más cuando en un tiempo parecido nos devuelve 1800 millones de resultados si lo que tecleamos es la palabra sex, más de 200 millones si escribimos dios ó 22 millones si buscamos gol de messi.

¿Cómo saber además si los resultados que me proporciona el buscador, el Buscador, realmente tienen relación con lo que me interesa buscar, con el significado de la palabra veritas, sobre qué sea eso que llamamos la Verdad y sobre si es una o múltiple? Repasando el principio de la lista de los cincuenta millones de resultados encontramos, entre otras muchísimas cosas, cadenas de supermercados, institutos de enseñanza, tiendas de moda, emisoras de radio... No parece que la cosa vaya a ser fácil. Quizá acabemos echando de menos el candil...

Unos diez años después de su retiro a la torre Montaigne se fue de viaje. Pensó que no bastaba con el encierro para encontrar y encontrarse y decidió dar una vuelta por Europa, hacer lo que luego se conocería como el Grand Tour y volver a donde habían vivido los autores con quienes había convivido en su biblioteca. Durante casi año y medio recorrió parte de Francia, de lo que ahora es Alemania, Suiza, Austria, Italia. Observó costumbres, edificios, comidas, vestimentas, músicas, paisajes. Se codeó con la corte del Papa en el Vaticano y con las refinadas cortesanas venecianas. Se alojó en posadas junto a caminos y en palacios.

Cuando regresó a su castillo, a finales de 1581, quedándole aún algo más de una década de vida, volvió con el mismo escepticismo, su epojé, con el que se fue, con sus dudas intactas. Y con la pregunta que le acompañó durante toda su vida, aún vigente hoy: Qu'est ce que je sais? ¿Qué sé yo?
Retrato de Michel de Montaigne en un grabado del siglo XIX.